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Construyendo el socialismo dentro de los límites planetarios

Ya desde Manuel Sacristán los y las comunistas tenemos claro que en el fondo de la obra de Marx y Engels subyace una idea primigenia que no por no explicitarse deja de tener menos fuerza y resonancias en aquellos que nos consideramos sus herederos: que la clase obrera, y el género humano en general, somos habitantes de un planeta que tiene una serie de límites finitos que condicionan su capacidad de crecimiento. Por citar algunos ejemplos que ilustran esta idea, en el libro primero de El capital Marx dice que la agricultura tiene que preocuparse por toda la gama de condiciones permanentes de la vida que requiere la cadena de las generaciones humanas, y en el libro tercero afirma que la moraleja del cuento es que el sistema capitalista va en sentido contrario a la agricultura racional, o con toda claridad, que una agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista.

John B. Foster también señala que «desde el principio la noción marxiana de la alienación del trabajo humano estaba vinculada con una comprensión de la alienación de los seres humanos respecto a la naturaleza»,1 y es que ya en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 —y seguiría haciéndolo a lo largo de su vida— Marx trató a la naturaleza como una extensión del cuerpo humano, su cuerpo orgánico, su fuente de existencia y sustento: «Que el hombre “vive” de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo y debe mantener un diálogo continuo con ella, de lo contrario morirá».

No en vano, para Marx el papel de los grandes latifundios al monopolizar la tierra, y por tanto alienarla y agotarla por el modelo de explotación intensiva en busca de los mayores beneficios posibles —y eso que no podía ni imaginar el nivel de extractivismo que se ha alcanzado hoy día—, era análogo al dominio del capital sobre el dinero. Y por poner un ejemplo final, en La cuestión judía decía que la concepción de la naturaleza a la que se llega bajo el imperio de la propiedad privada y el dinero es el desprecio real, la degradación práctica de la naturaleza, y cita a Thomas Müntzer, quien declara intolerable que se haya convertido en propiedad a todas las criaturas.

Desde hace tiempo, y de manera polémicamente interesada, ha sido atribuida al pensamiento marxista una visión productivista que para nada responde a la orientación de sus clásicos.

Y es que la aplicación de las ideas emancipatorias generalmente ha ido acompañada de enormes contradicciones que desde nuestra acción revolucionaria tenemos que aprender a cabalgar si queremos llevar ese nombre con dignidad.

Si algo ha quedado claro al movimiento comunista a lo largo de la historia es que, por regla general, el camino corto no suele funcionar y que la construcción del nuevo mundo requiere ser capaces de transcender los valores del viejo mundo, lo que significa la construcción de una nueva manera de ver el ecosistema.

La concepción del socialismo ya no puede ser la de una sociedad de crecimiento ilimitado y acumulación infinita, que hoy es inviable como nos demuestra el propio capitalismo; la negación implícita de los límites naturales lleva a una ruptura de lo que se define en El capital como la ruptura metabólica.

Si bien desde el capitalismo se sueña con resolver esta situación crítica mediante la técnica, esto no hace más que desplazar el problema. Pongamos un ejemplo: frente al aumento de la emisión de gases de efecto invernadero y su impacto en la temperatura media del planeta, el capitalismo verde plantea la sustitución del parque móvil por coches eléctricos, pero esto desarrolla nuevos problemas respecto a las tierras raras, la producción de dichos vehículos y las desigualdades sociales a la hora de acceder a ellos; y, por poner otro ejemplo relacionado con la agricultura, cuando se empezó a trabajar en los combustibles basados en plantas, en un proceso que ya anticipó Fidel Castro, se comenzó a sustituir cultivos para alimentación por los necesarios para estos combustibles, creando una nueva contradicción, además de hambre y desnutrición.

Queda bastante claro que la única manera de afrontar esa ruptura del metabolismo entre la sociedad y la naturaleza es superar el modo de producción capitalista eliminando la necesidad intrínseca de crecimiento ilimitado. Kohei Saito, marxista japonés, ha defendido que Marx en sus últimos años fue más allá del ecosocialismo y hacia lo que podría definirse como comunismo decreciente, es decir, si el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas es destructivo, el comunismo debe implicar la renuncia a una parte de estas fuerzas productivas.

Una idea provocadora y heterodoxa que tenemos que analizar. El decrecimiento es asociado generalmente a una disminución de riqueza, pero Saito argumenta justo lo contrario: la apropiación de las tierras comunes en el proceso de fin del antiguo régimen por parte de la burguesía llevó a que la riqueza pública desapareciera y apareciera la escasez. Es decir, la noción de abundancia o escasez es una noción social: el desarrollo de las fuerzas productivas bajo relaciones capitalistas de producción puede conducir al aumento o la escasez social. Una sociedad que aspire a superar la escasez, debería basarse en la abundancia de los bienes comunes. Sin un cambio de los valores de relación con la naturaleza, cualquier proyecto de transformación social está abocado al fracaso. El «comunismo del decrecimiento» exige de una producción cooperativa en la que los recursos naturales se controlen en común en interés de la sociedad actual, pero también de las generaciones futuras.

Este número de Nuestra Bandera pretende ser una contribución en este debate abierto, ya que nos aporta una batería de análisis y propuestas que deben ser centrales en el futuro e incorporarse en el programa político de transformación que estamos permanentemente construyendo. A este debate destinamos la sección POLÍTICA que da título principal a la revista: «Vivir dentro de los límites planetarios: otro paradigma es posible», y nuestro autor invitado.

Iniciamos con el trabajo de Irene Calvé y Paula Navascués, que constituye la perfecta introducción a la necesidad de esta publicación y al por qué la superación de cualquiera de los nueve umbrales pone en peligro la continuidad de la vida tal y como la conocemos en el planeta Tierra.

María Iglesias Caballero nos relaciona en su artículo la acidificación con la lucha de clases, términos que en principio se podría considerar que no tienen puntos en común, aunque ella es capaz de demostrar justo lo contrario. Y os aseguro que no lo está metiendo con calzador.

El agujero de la capa de ozono es el asunto del escrito de Carlos Morales, que analiza la complejidad del equilibro planetario en su conjunto. La relación de todos y cada uno de los elementos constitutivos de ecosistema puede dar al traste con los procesos naturales que sostienen la vida.

La crisis hídrica y la necesidad de una transición justa a un nuevo modelo de gestión centran las líneas escritas por Leandro del Moral. Quizás sea este uno de los asuntos más complejos que en el territorio nos podemos encontrar y, como se explica, es necesario abrir los despachos del agua e introducir transparencia, participación y rendición de cuentas.

El secretario general de Verds Equo-Compromís, Natxo Serra, ofrece una visión certera sobre lo que significan los cambios de usos del suelo, relacionándola magistralmente con la DANA del 29 de octubre del pasado año. Y hay una cosa que queda meridianamente clara: los fenómenos meteorológicos extremos no originan automáticamente grandes tragedias, sino que estas vienen condicionadas por la acción antrópica, donde las decisiones políticas son las determinantes.

La pérdida de diversidad y sus efectos son el motivo del artículo de Pablo Jiménez. El número de especies que se han venido perdiendo a lo largo de las últimas décadas ha hecho que sobrepasemos hace tiempo este límite planetario pese a todas las lavadas de caras que se han hecho con las distintas cumbres y conferencias. A lo largo del artículo se razona por qué la defensa de la diversidad es incompatible con el modelo de producción capitalista y que para superar la situación actual necesitamos modelos decrecentistas que den una salida.

Joan Benach, Ferran Muntané y Humberto Jiménez, investigadores en la Universidad Pompeu Fabra, escriben sobre contaminación química indicando que, cada vez más, es evidente que se trata de un problema global y no localizado puntualmente. Como señalan los autores, estas entidades no representan una amenaza abstracta o futura, sino una realidad material que estructura y condiciona la vida y la salud contemporánea: vivimos en un planeta tóxico.

A continuación, este límite planetario es desarrollado también por Paula Navascués, que hace un profundo análisis sobre los contaminantes emergentes, sus causas y consecuencias, las actuales limitaciones para abordarlos y la lucha anticapitalista como respuesta.

Otro de los elementos que no pueden faltar en un número de estas características es el impacto en la salud de la crisis ecosocial, en el que Héctor Tejero analiza desde los impactos más evidentes como son el calor extremo o la contaminación hasta los nuevos riesgos emergentes asociados a la propagación de enfermedades transmitidas por vectores. Sin olvidar, por supuesto, los nuevos riesgos en salud laboral.

Cerrando, Elena Krause nos regala un precioso artículo que da una visión general del momento actual, sin ocultar las tremendas amenazas a las que nos enfrentamos pero desde la asunción de que la salida de esta encrucijada está en nuestras manos.

Y, finalmente, en la sección AUTOR INVITADO, Jorge Riechmann hace un exhaustivo repaso de lo que viene a significar el cambio climático antropogénico, sus causas y sus perspectivas de futuro. Pero, lo más importante, también plantea alternativas: el qué hacer. Y perdón por el spoiler, pero pasa por un proceso revolucionario que supere el estado actual del mundo.

Siguiendo con los contenidos del número, la sección CULTURA nos trae de la mano de Alfredo Iglesias Diéguez un estudio sobre la contribución de Faustino Cordón a la comprensión de la emergencia del pensamiento humano a partir de nuestro origen biológico, evolución que —desde su interacción social— configura a los seres humanos en iguales y diversos, libres y autónomos, lo que en opinión fundamentada del autor debe ser la piedra angular de nuestra actuación política y moral con la que construir un mundo libre de cualquier tipo de opresión.

En A VUELTAS CON LOS CLÁSICOS, Nuestra Bandera quiere homenajear en este número al pensador Carlos París Amador (1925-2014), catedrático de Filosofía en las universidades de Santiago, Valencia y Madrid, militante comunista, miembro del Comité Central del PCE durante la transición y candidato en las listas del Partido en las primeras elecciones democráticas. Autor de numerosos libros y también de artículos de opinión, París fue una voz importante durante muchos años en la cultura de nuestro país. De su quehacer ofrecemos una valoración muy completa por parte del profesor José Manuel Martínez, catedrático emérito de la UNED y colaborador habitual de Nuestra Bandera, al que expresamos nuestro agradecimiento. Hemos querido también tocar el aspecto humano de la figura de Carlos París, y para ello hemos solicitado la colaboración de su hija Inés, reputada cineasta, y de Lidia Falcón, su última compañera vital, figura de la vida política española que no necesita de más presentación. A ambas les estamos muy agradecidos por su inmediata voluntad de colaboración y por sus artículos, que muestran la dimensión más personal e íntima de París. Del propio homenajeado reproducimos dos textos, extraídos de sendos libros suyos (El rapto de la cultura y Crítica de la civilización nuclear), que pueden dar una muestra de su pensamiento y de su vigencia en muchos aspectos.

La sección de LIBROS cierra con tres reseñas y una presentación de obras que esperamos sea de interés. Javier Moreno reseña el libro Negociación colectiva, de Ramón Rueda López y Jaime Aja Valle. Manuel González presenta su obra, La huelga más larga. Francisco Sierra Caballero reseña el libro de Werner Rügemer, Una amistad condenada: la conquista de Europa por los Estados Unidos.

Y, por último, contamos con el trabajo de Eloina Terrón Bañuelos sobre libro de Enrique Javier Díez Gutiérrez, Guerra cognitiva y cultural.

Para terminar, en el cierre del editorial, Nuestra Bandera quiere expresar su agradecimiento al trabajo desarrollado por María Iglesias y Paula Navascués, impulsoras y coordinadoras del contenido y aportaciones al tema central de este número; a Eva García Sempere, Efraín Campos e Irene Calvé por su contribución a la conformación de la revista; y a todo el Grupo de Ciencia y Tecnología del PCE por su entrega y respaldo. Y como no podía ser de otra forma, a los diversos autores y autoras por su rica y rigurosa aportación y a quienes con su trabajo hacen posible que esta revista vea la luz.

A todas y todos nuestra gratitud por esta espléndida revista, imprescindible para el acervo teórico que hoy se nos exige. Desde la asunción de que la situación es la más complicada a la que la humanidad se ha enfrentado en su historia conocida, queda claro que hay futuro si somos capaces de hacer los cambios sistémicos y estructurales que se necesitan. Nuestra Bandera tiene la voluntad de contribuir a ese objetivo.

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